Elvis, Jim Morrison, Michael Jackson, Marilyn... Sus fans no los olvidan

Por: Carlos Benito

Según la historia oficial, Elvis Presley murió el 16 de agosto de 1977, con el cuerpo devastado por años de abusos químicos. Hay otras historias, claro, y en el caso de Elvis se ha dicho cualquier cosa imaginable y algunas directamente inconcebibles: durante décadas, el mito de que sobrevivía apartado del mundo se ha perpetuado con fuerza, quizá por el simple hecho de que era divertido coleccionar avistamientos en gasolineras de medio planeta, en parkings de caravanas, en alguna playa perdida o -allí creyó atisbarlo un fan canadiense- en pleno Alcalá de Henares. Pero, en el corazón de mucha gente, no hace falta recurrir a misteriosas conspiraciones para sentir que Elvis sigue vivo de alguna manera. Esta semana, cuando se cumplían 34 años de su fallecimiento, decenas de miles de personas han vuelto a inundar Graceland para rendirle tributo, depositar recuerdos en su tumba y sentir su presencia a través del abismo del tiempo y la muerte. «Espero no haberos aburrido», dicen que fueron sus últimas palabras. La multitud congregada en su casa parece dar respuesta a esos temores: desde luego que no.

Entre los fans que han participado en la vigilia con velas, el acto más emotivo de la llamada 'Semana Elvis', abundaban las personas llegadas de rincones lejanísimos, como Paula Penna, una brasileña de Campinas que asistía por sexta vez. Con ella han viajado su marido -al que conoció en un club de fans del Rey-, su hermana y su tía, todos adornados con sus correspondientes tatuajes. «La música de Elvis mantiene unida a la familia», argumenta la joven. Por allí andaba también Patrick Lucas, de Luxemburgo, con sus patillas y su orgulloso tupé. «Quiero ser como él», afirma, y casi dan ganas de poner en mayúscula el pronombre. Los peregrinos se emocionan al llegar a Graceland y pisar el suelo donde reposa su ídolo, pero también se encuentran algo muy parecido a un parque temático: la 'Semana Elvis' contaba con un programa repleto de eventos, para el que no faltaban los tickets VIP de más de cien dólares, y su cuadernillo oficial es una apoteosis del consumismo en la que se anuncian juguetes de coleccionista -la Barbie Elvis o el Mr. Potato Elvis-, duplicados de los trajes del cantante, cruceros centrados en su figura, la bebida energética 'All Shook Up' o los vinos de las bodegas Elvis Presley.

Pero eso tan difícil de evitar, la explotación del mito, no debe desviar la atención de un hecho: la tumba de Elvis sigue siendo una de las más visitadas del mundo, quizá el número uno de esa lista inexistente. La posteridad, que es la caprichosa fama de los muertos, se muestra particularmente fiel con algunas celebridades, en cuyas lápidas nunca faltan flores frescas, mientras condena al olvido a otras que en su momento parecieron eternas. 
Claro que algunas decisiones de los herederos pueden influir: cuando murió Michael Jackson, se jugó con la posibilidad de enterrarlo en el rancho Neverland, pero las complicaciones burocráticas y algunos «malos recuerdos» vinculados al lugar abortaron esa posibilidad. Michael acabó en el cementerio californiano de Forest Lawn, más parecido a un club exclusivo para muertos, un lugar selecto y restrictivo cuyos responsables han puesto mil trabas a los fans. Fue necesaria la mediación de Randy Jackson, hermano de la estrella, para que permitieran la entrada a partir del primer aniversario de su muerte, pero aun así se mantienen algunas normas estrictas: flores sí, peluches no, velas no, imitadores no, puestos de recuerdos no, acceso al mausoleo... ¡por supuesto que no!

Junto a la de Elvis, la sepultura que mantiene un sorprendente poder de convocatoria es la de Jim Morrison, el vocalista de los Doors. Nadie lo habría imaginado cuando falleció en París y lo enterraron en una desangelada ceremonia de diez minutos, dentro del ataúd más barato del mercado, pero se ha acabado convirtiendo en una de las atracciones más visitadas de la capital francesa. Además de fumar, beber, cantar y depositar poemas y velas, muchos seguidores del músico se dedicaban en el pasado a vandalizar el lugar, del que han desaparecido placas y bustos, pero esa imagen de desorden y abandono resulta especialmente atractiva para algunos fans, que encuentran en ella el reflejo de cierto estilo de vida. El mes pasado, cuando se cumplían cuarenta años de la muerte de Morrison, acudieron al cementerio de Père Lachaise seguidores apasionados como Eric y Pascale Vermeulen, una pareja belga que resumió en pocas palabras sus sentimientos: «En nuestra habitación no hay fotos de nuestros hijos. Está Jim».



Tanto fervor contrasta con la idea de que los visitantes de tumbas famosas se mueven por simple morbo, en una especie de frívolo safari de nombres conocidos. A Mark Masek, autor de una guía de los cementerios de Hollywood, le sigue sorprendiendo toparse con momentos de solemnidad: «Veo gente de pie frente a la tumba de Marilyn Monroe, con las cabezas inclinadas, depositando flores, y sé que ni siquiera habían nacido cuando ella murió. Y veo gente dejando flores en la tumba de Rodolfo Valentino y sé que ni siquiera sus padres habían nacido cuando él murió. Pero muchos parecen considerar a ciertos personajes casi como miembros de su familia, y quieren mostrar sus sentimientos y presentarles sus respetos, quizá para agradecerles el placer y la felicidad que les han brindado», reflexiona en una entrevista. Los lugares donde descansan James Dean, Kurt Cobain, Diana de Gales, Jimi Hendrix, Che Guevara, Frank Sinatra o Camarón de la Isla son hoy destinos de peregrinación para sus devotos. En algunos casos, esta presencia continua choca con los intereses de la familia de verdad: la viuda del actorJohn Belushi decidió trasladar sus restos a un lugar sin marcar, harta de que los fans del 'blues brother' destrozasen la tumba.
La veneración popular llega incluso a crear sus propios rituales. Es costumbre, por ejemplo, besar con la boca bien embadurnada de pintalabios el monumento fúnebre de Oscar Wilde, en Père Lachaise. A Julio Cortázar -que también está en París, capital mundial de los muertos ilustres, aunque en el cementerio de Montparnasse- se le deja una copa de vino y algún papel con el dibujo de una rayuela, el juego infantil que da título a su novela. 
A Antonio Machín, enterrado en Sevilla, le recuerdan todos los años rociando su sepultura con ron cubano y cantando unos boleros. Y a la estatua de Carlos Gardel, en el cementerio bonaerense de Chacarita, hay que colocarle un cigarrillo encendido entre los dedos, aunque lo más impactante son los cientos de placas que le agradecen los favores recibidos, como si fuese un santo muy milagrero. Claro que la tradición más romántica tenía como escenario un cementerio de Baltimore. Desde los años 40, un enigmático visitante aparecía cada 19 de enero, vestido de negro, con una bufanda blanca y un sombrero de ala ancha, y dejaba tres rosas y una botella de coñac medio vacía sobre la lápida de Edgar Allan Poe, que nació en esa fecha. Pero, en los dos últimos años, el hombre no se ha presentado a entregar su poético tributo: todo parece indicar que ya no necesita los libros de Poe para explorar los misterios de ultratumba.

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